Comentario
Pedro Roldán (1624-1699) es por antonomasia el escultor de la segunda parte de la centuria; nacido en Sevilla en 1624, marcha luego con toda su familia a Granada, donde se vinculará al taller del escultor Alonso de Mena, y más tarde casará con Teresa de Ortega, permaneciendo en esa ciudad hasta 1646, fecha en que decide, ahora con carácter definitivo, el retorno a su ciudad natal. El éxito, la fama y las buenas relaciones con los artistas entonces activos en Sevilla, marcan su trayectoria y explican el ingente volumen de encargos que le llevan a la creación de un taller en el que trabajan y se forman gran número de artistas, entre ellos muchos de los miembros de su familia, y cuya labor a veces ha quedado enmascarada bajo el marchamo del maestro, si bien en otros casos responde a una estética que se define como roldanesca.
Roldán fue por encima de todo escultor de marcado acento realista, aunque también practicó la arquitectura y la pintura, arte del que incluso pasó el examen gremial. Su estilo revela un nuevo modo de entender el arte, que se aleja de la estética de los maestros de la primera mitad de siglo -Montañés, Cano, Mesa y Ribas- y se muestra por contra más acorde con el espíritu barroco de los artistas europeos, cuyos diseños llegan a los talleres sevillanos a través de grabados y de modo más directo, por la presencia del flamenco José de Arce, autor de las figuras de Apóstoles que adornan la iglesia del Sagrario. Pedro Roldán prefiere las composiciones movidas con abundancia de escorzos, los rostros de acusados perfiles, con narices rectas y pómulos salientes, las cabelleras dispuestas en masas densas que se mueven con el aire, al tiempo que resuelve los ropajes por medio de plegados ondulantes que conforman grandes planos rematados en agudas aristas.
El repertorio iconográfico de Pedro Roldán es abundante, si bien sus mayores aportes se dan en los temas de grupo, manteniendo en otros casos la línea tradicional. La mayor parte de su producción estuvo destinada a adornar los retablos que trazaban sus amigos Francisco D. de Ribas, Bernardo S. de Pineda o Blas de Escobar, aunque también realizó imágenes procesionales y escultura monumental, magníficamente representadas en las que decoran la fachada de la catedral de Jaén.
No se conoce nada de su producción antes de 1650, pero a partir de esa fecha su labor es abundante y se ha conservado casi en su totalidad. Entre las más tempranas hay que citar la imaginería del retablo mayor del convento de Santa Ana de Montilla (Córdoba), cuya traza se debió a Blas de Escobar; al valor intrínseco de la pieza hay que añadir el de ofrecer por primera vez el modo que Roldán tenía de interpretar algunos temas iconográficos, fruto de su doble formación en las escuelas de Granada y Sevilla. A este respecto pueden destacarse las tallas del Crucificado, Santa Ana y la Inmaculada; la versión que aquí se da de este tema es la primera conocida del artista, y revela con claridad la síntesis de influencias granadinas y sevillanas que caracterizan el arte de sus primeros tiempos. Por su parte, el Crucificado aparece muerto, rasgo que no repetirá en imágenes posteriores.
Al periodo que abarca desde 1660 a 1680 corresponden las mejores obras del maestro; en 1666 realiza el grupo central del retablo de la Piedad de la desaparecida Capilla de los Vizcaínos, que había concertado con los promotores el maestro Francisco D. de Ribas, y cuya policromía se encomendó a Juan de Valdés Leal; se ha señalado recientemente la semejanza que existe entre esta composición y la descripción que del Descendimiento hiciera fray Luis de Granada. La bella figura de Cristo muerto ocupa el centro de la escena y agrupa en su torno a ocho personajes de muy variadas actitudes, en cuyos rostros se revela el dolor y la tensión del momento que viven. Poco después (1670), y para el retablo encargado a Bernardo S. de Pineda, realizará el impresionante grupo del Entierro de Cristo para la iglesia de San Jorge del Hospital de la Caridad, en el que el maestro da un paso adelante con respecto al grupo anterior y nos muestra el instante en que Cristo va a ser depositado en la tumba, culminando así el programa iconográfico sobre las obras de misericordia que se desarrolla en toda la iglesia. Es asimismo una suprema lección de barroquismo, expresada por medio de las libres actitudes, los efectos escenográficos, la riqueza de los atavíos y el intenso naturalismo de los rostros.
Hizo también Pedro Roldán imágenes exentas, algunas de las cuales iban destinadas a cofradías penitenciales. En 1657-58 se fechan las dos representaciones del Arcángel San Miguel de la villa de Marchena y de la parroquia de San Vicente de Sevilla, vestido con coraza y faldellín, calzas y casco adornado con plumas. En diversas ocasiones representó al rey San Fernando, siendo la mejor de todas la que en 1671 talló para las fiestas de su canonización en la catedral. Dos bellas imágenes de la Pasión nos dejó en el Nazareno de la Cofradía de la O y en el Cristo del Silencio de la Cofradía de la Amargura.
Los últimos años de su vida revelan una presencia cada vez mayor de colaboradores, casi todos ellos familiares suyos, que en ocasiones, como en el caso del retablo mayor de Villamartín (Cádiz), van a ser los autores materiales de la obra, siendo la participación del maestro puramente nominal.